LO QUE NO SOMOS TODOS LOS DÍAS…

IGNORAMOS LOS PROBLEMAS QUE AFRONTÓ MARIANO ESCOBEDO, DESPUÉS DE SALVAR A LA REPÚBLICA EN QUERÉTARO

Mario Alfredo González Rojas

 

En 1902, el 22 de mayo falleció en su casa de Ciudad de México, el general Mariano Escobedo, el héroe, el que derrotó a las fuerzas imperialistas el 15 de mayo de 1867. El mismo que en 1847, en la guerra con Estados Unidos tuvo una destacadísima actuación, que le valió  ser ascendido al grado de teniente a los 21 años de edad. Habían transcurrido exactamente 33 años y siete días de aquella trepidante mañana,  cuando  recibió de Maximiliano de Habsburgo su espada, en señal de rendimiento y del final de su gobierno; de aquel Imperio fraudulento que por tres años estableció en México, el enviado de Napoleón Tercero de Francia.

Luchador en decenas de combates en distintas épocas, tenía Escobedo toda una estela de triunfos, merced a muchos esfuerzos, a toda una vida de fiel combatiente de la república; era el hombre que había atizado el humo de las mil batallas, por las causas más justas de la patria. En su hoja de servicio se consignaba al término de su vida en las armas, que combatió a los invasores estadounidenses, comanches y apaches, conservadores, franceses, belgas, austriacos. Hoy, con motivo de esa fecha luctuosa, volvemos los ojos a su victoria sobre Maximiliano, la más grande de todas las que obtuvo, y no podemos menos que acompañarlo también como mexicanos agradecidos con su obra, en esos días difíciles que afrontó, antes y después del proceso de condena a Maximiliano

Fue nombrado por Benito Juárez, comandante en jefe del Ejército del Norte, al presentarse la intervención francesa, después de cubrir una brillante hoja de servicios en aquellos aciagos días de la Guerra de Reforma. El 6 de marzo de 1867 se acercó a las llanuras de Querétaro, con un plan bien meditado de combate, cargando la responsabilidad mayor del ejército juarista; ante sus pasos, una ciudad se fortificaba a piedra y lodo, como un anticipo de lo que ya se veía venir. 

Comenzaba el sitio  de Querétaro, el que se prolongaría por 70 días. Maximiliano llegó a reunir en todo ese tiempo nueve mil hombres, después de que se había establecido en febrero con sólo dos mil. Se le unieron entonces las fuerzas de Miguel Miramón, Ramón Méndez y Tomás Mejía, la élite de su ejército.

Después de rendirse Maximiliano el 15 de mayo, con 8 mil soldados, 400 jefes y oficiales, se presentó un serio problema para Mariano Escobedo. ¿Cuál era? Había que custodiar adecuadamente a todos los prisioneros, para evitar fugas, en tanto se les juzgaba. El comandante en jefe manifestó a Benito Juárez, por carta, que sufría al cuidarlos, porque contaba con una reducida tropa para ello; sus soldados además estaban fatigados y con carencias de alimentación. Estas eran las palabras de un fiel soldado, pero hombre de carne y hueso, que sabía por experiencia propia, sopesar muy bien la realidad que se presenta después de una batalla, aunque se trate de una victoria.

El final de una contienda no consta por lo regular en los registros de la historia, pero es real y está nutrido de miles de detalles. No sabe uno de cómo se levantó el frente de batalla, y de cómo se puso en circulación el lugar, entre muertos, heridos y prisioneros. La historia registra hechos, resultados, no siempre los pormenores. Muchos nos quisiéramos imaginar por ejemplo, dentro del mito o la historia, cuánto tardaría en restablecerse y cómo lo haría, la aniquilada Troya, después de diez años de guerra, según lo contó Homero en la Ilíada. O cómo se levantaría la antes orgullosa Tenochtitlán, después de cargar un sitio de más de 90 días. 

Con real amargura e impotencia, decía el héroe de mil batallas, el general victorioso, Mariano Escobedo al Benemérito, por carta fechada el 3 de junio de 1867:  «El muy pesado servicio que tienen que hacer los soldados para custodiar los reos, después de la fatiga del sitio y sin los elementos necesarios, los conduce por fin a los hospitales, faltando día a día los mejores y más fieles soldados».

En los archivos de Benito Juárez quedaron las cartas emitidas por el general, en esos días larguísimos, crueles, los de la batalla y luego del triunfo.

En carta, Escobedo expresaba a Juárez: «Más contento estaría combatiendo, como lo he hecho siempre, que colocado en esta situación con grave responsabilidad, en donde se suceden las intrigas y donde se ponen en juego, por nuestros enemigos, todos los medios para salvar a los encausados». ¿Qué se podía hacer en tales circunstancias?

En ese mar de confusiones y carencias, los defensores de Maximiliano mostraban una clara desconfianza hacia los procedimientos que habrían de implementarse, ya que les parecían impropios en materia jurídica los integrantes del tribunal militar que haría los juicios. Se quejaban de los improvisado del jurado, argumentando que era imposible que oficiales subalternos, aunque buenos soldados y patriotas eran «extraños a los conocimientos necesarios para formar un juicio justo».

Finalmente don Mariano, en el grado más completo de desesperación, pero a la vez de firmeza, recibió instrucciones para nombrar al fiscal, quien procedería de acuerdo a la Ley de 25 de enero de 1862, en base a sus artículos del 6 al 11. Y al fin, se aplicó la justicia. 

Se acabó la intervención.  

Como Escobedo hay muchos mexicanos que entregaron gran parte de su vida a la patria, y que colaboraron con los presidentes de la república a hacer grande su obra. 

¡Es una verdad histórica que suele desconocerse!

 

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