EL ORÁCULO DE APOLO

Lo fundamental de la democracia

Por Enrique Pallares

 

Como todos ustedes saben “democracia” significa gobierno del pueblo o soberanía del pueblo, la cual proviene del griego dêmos: el pueblo. Este término está en contraposición con “aristocracia” o sea, el gobierno de los mejores o con el de “monarquía” el gobierno de uno solo.

 

Pero el significado etimológico de la palabra no es muy importante ni nos ayuda mucho en la actualidad, pues en ningún lugar gobierna el pueblo ni las decisiones públicas las toma la plebe. En realidad por todas partes mandan los gobernantes, o lo que es peor, manda la burocracia (los funcionarios) o, como sucede en la mayoría de los países, los que gobiernan realmente son los partidos políticos.

 

La extinta, así llamada, República Democrática Alemana no tenía nada de democrática, o la actual República Popular Democrática de Corea sólo en su nombre es popular y democrática. Por otro lado, algunos casos como en Gran Bretaña o Dinamarca, son monarquías pero al mismo tiempo, son buenos ejemplos de democracia.

 

Desde Platón hasta Marx se han propuesto teorías políticas que intentan responder la pregunta ¿quién debería gobernar? Aunque en un principio pudiera parecer una pregunta sensata, a la larga es ingenua. Resulta incorrecto preguntarnos ¿quién debe gobernar el pueblo o los sabios? ¿Los trabajadores o los capitalistas? ¿La mayoría o la minoría? ¿Los partidos de izquierda, los partidos de derecha o un partido del centro?

 

Todas estas cuestiones tienen presupuestos equivocados, pues en ningún caso existe la garantía de que, a quien se elija, será un buen gobierno. Por otro lado, estas preguntas presuponen que alguien tiene el derecho o el respaldo moral para gobernar.

 

En las posturas de pensadores que apoyan a las sociedades abiertas (como Henri Bergson, Bertrand Russell o Karl Popper) consideran que en una teoría sencilla de la democracia, no se trata de saber quién debería gobernar mientras no exista la posibilidad de poder destituir al gobierno sin derramamiento de sangre.

 

De esta manera todo gobierno que puede ser derrocado conserva un fuerte estímulo (o tendría una gran preocupación) para comportarse y convertirse de tal manera que uno estuviera satisfecho con él. Pues ese estímulo desaparece cuando el gobierno sabe que no se le puede destituir tan fácilmente. Se trata de construir un sistema político con gobiernos que son tolerantes, que responden a las inquietudes de la ciudadanía, transparentes y flexibles y que la libertad y los derechos humanos sean el fundamento de la sociedad abierta.

 

Así pues, en realidad existen únicamente dos formas de gobierno: aquellas en las que es posible derrocar al gobierno sin derramamiento de sangre por medio de una votación y aquellas en las que esto es imposible. A las primeras se les denomina democracias y a las segundas dictaduras o tiranías. Sin fijarnos demasiado en el nombre, lo único verdaderamente importante en una democracia no es que gobierne el pueblo o tal o cual partido, sino que se pueda destituir un gobierno sin necesidad de violencia. Un ejemplo claro fue lo que ha sucedido con Trump en Estados Unidos.

 

Existen diferentes métodos para llevar a cabo una destitución. El mejor método es el de una votación con una nueva elección o el voto en un congreso elegido previamente. Para que pueda suceder esta posibilidad de destituir al gobernante, deben existir instituciones democráticas sólidas como los son la prensa libre, la separación clara y precisa del poder judicial con el poder legislativo y ejecutivo, la autonomía y fortaleza de organismos no gubernamentales, transparencia en los sistemas de financiación de los partidos políticos y fortalecer instituciones vigilantes de la Constitución de un Estado.

 

Ahora bien, al examinar con cuidado parece existir un problema grave en el sistema de votación proporcional. En este sistema se indica que cada partido recibe tantos representantes en el Congreso como le corresponden, es decir, el número de los diputados desde los diferentes partidos guarda proporción lo más exacta posible con los votos otorgados a los partidos.

 

Dado que los partidos son reconocidos por la constitución y anclados en el derecho fundamental, el diputado individual es elegido de manera completamente oficial como representante de su partido. Por ello, no puede tener el deber de votar contra su partido en determinadas circunstancias; muy al contrario está moralmente atado a su partido puesto que sólo fue elegido como representante del mismo y si no pudiera conciliar esto con su conciencia, entonces tendría el deber moral de dimitir.

 

Es claro que se necesitan partidos, nadie ha inventado hasta ahora un sistema democrático que se sepa manejar sin partidos. Pero los partidos políticos no constituyen fenómenos demasiado halagüeños. Por otra parte, sin partidos no funciona el sistema democrático. De esta manera, ninguna de nuestras democracias son gobiernos del pueblo sino gobiernos de los partidos. Es decir, gobiernos de los dirigentes de los partidos, pues, cuanto mayor es un partido tanto menos se ponen de acuerdo.

 

De este modo, la creencia en que un Congreso elegido según el sistema de votación proporcional refleja mejor al pueblo y sus deseos es falsa. Realmente no representan al pueblo y a sus opiniones sino única y exclusivamente a la influencia de los partidos y de la propaganda sobre la población el día de las elecciones. Y esto hace más difícil que el día de las elecciones se convierta en aquello que podría y debería ser: un día de juicio popular sobre la actividad del gobierno.

 

Por consiguiente no existe ninguna teoría válida acerca del gobierno del pueblo ni ninguna teoría aceptable que reivindique el sistema de votación proporcional. De esta manera, tenemos que cuestionarnos cómo repercute la votación proporcional en la práctica; primero en la formación del gobierno y segundo en la importante posibilidad tan decisiva de poder reemplazar a un gobierno sin necesidad de violencia o derramamiento de sangre como sucede en las sociedades autoritarias o en las dictaduras.

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