LA TINTA ERRANTE

 

El día que vi a David Bowie

Por Germán Campos

 

A todos nos llega la suerte alguna vez. Apenas ese septiembre habían anunciado su concierto pero yo ya estaba haciendo planes para asistir; y sin dinero.

 

Me encontraba en una de esas fiestas insípidas a las que solía asistir con amigos que ya no frecuento. Recuerdo que la conversación estaba tan banal que sólo me dediqué a mirar cómo se iba vaciando mi tarro de cerveza. En algún momento, me dirigí hacia el barril a llenar por enésima vez mi tarro y noté que el tipo en la fila antes que yo traía puesta una playera de David Bowie bastante gastada. Como que había visto sus mejores años hacía ya bastante tiempo.

 

El alcohol te desinhibe y a mí, que normalmente platico con la menor cantidad de personas posible, me nació tocarle el hombro con mi dedo índice. “Está con madres tu playera, ¿eh?” Volteó un poco sorprendido, me miró y levantó su vaso de plástico vacío en una rara señal de brindis. “Era de mi carnal pero ya me la dio a mí,” dijo en tono de orgullo, “y ya falta menos para el concierto en México”.

 

Esas palabras resonaron en mi cabeza más que los primeros acordes de Space Oddity a través de las bocinas del estéreo de mi padre en la sala de la casa. “¿Cómo dices?” le dije y por primera vez en toda la noche, presté atención a lo que alguien más decía. “El mes que viene es su concierto en la casa de los chilangos. Mi hermano y yo ya hasta tenemos los boletos del avión para el 22 de octubre porque el concierto es el 23,” dijo mientras daba un par de pasos hacia el barril de cerveza.

 

Para ser honesto, no recuerdo qué más mencionó porque, desde ese momento, mis engranajes mentales se enfocaron en ese evento y en juntar las piezas de mi plan para que saliera perfecto. Esa era la intención.

 

Me fui de la fiesta después de despedirme de mis amigos (no de todos porque me dio flojera buscarlos uno por uno), me subí a mi auto y regresé a mi casa. Cuando prendí la luz de la sala, vi que uno de mis compañeros de departamento aún estaba frente a su escritorio. “¿Sigues trabajando?” le dije y aventé las llaves del auto sobre el sillón, “no apagues tu lámpara. Aun no me quiero dormir”. “Toda tuya”, dijo, “ya me estoy cayendo de sueño de todos modos”. Se levantó de su silla, tomó una botella de agua del refrigerador y se fue a su cuarto.

 

Tomé uno de los cuadernos que estaban en mi librero y me senté en el escritorio. Lo siguiente que se me ocurrió fue hacer una lista de las personas que posiblemente quisieran ir al concierto, armar el viaje a la Ciudad de México y por fin ver a David Bowie en vivo; un sueño que lo tuvo mi padre y ahora lo guardaba yo. Eso es algo que no se transmite por los genes; se va cultivando.

 

Logré reunir los nombres de al menos diez personas; entre amigos y conocidos. Incluso anoté un par más como posibles interesados aunque las apuestas se inclinaban a que pensaran que yo estaba loco. Escribí en el cuaderno algunas ideas en cuanto al presupuesto para el viaje en carretera. Imaginé por un momento la posibilidad de viajar en avión pero, hasta donde yo pensaba, sería necesaria una tarjeta de crédito para la compra de los boletos y yo no era amigo de esas cosas. Le firmas el contrato de la tarjeta al banquero pero es el diablo quien te cobra.

 

Traté de no olvidar nada: gastos en gasolina, comida, estancia y más. Supuse que los boletos para entonces estarían escasos y tendríamos que llegar buscando a esas criaturas amigables conocidas como revendedores. Hice un par de anotaciones en pedazos de papel por separado para recodar al día siguiente hacer todas las llamadas y contactar al hermano de la dueña del departamento que rentábamos. Su nombre era don Julián y trabajaba en los camiones foráneos desde hacía 23 años, así que pensé en pedirle indicaciones para manejar en carretera; unos consejos para el viaje no le harían nada mal a un grupo de muchachos que aún no terminaban la universidad.

 

Me fui a mi cuarto con la euforia tan alta que batallé para finalmente dormir. Cerca de las siete de la mañana, desperté y escuché que mis compañeros de departamento se alistaban para irse a sus trabajos. Esperé a que se fueran para meterme a bañar. A las ocho de la mañana, estaba en la sala con la lista de los nombres que había escrito la noche anterior, una taza de café y mi cajetilla de cigarros sobre la barra en la cocina.

 

Antes de hacer las llamadas, era tanta la emoción que me estaba olvidando de un pequeño pero importante detalle: ¿cómo juntaría el dinero en tan pocos días? Pocos años antes, había comprado una motocicleta que seguía arrinconada en la cochera de Manuel, un amigo de la secundaría que ocasionalmente visitaba. Recordé que una de las últimas veces que había paseado en ella, el hermano mayor de Laura, mi novia de ese entonces, había mostrado interés en comprarse una. Dudé en contactarlo porque eso significaba tener que llamarle a Laura y soportar sus preguntas incómodas, sin mencionar sus reclamos obsoletos para que, quizá después de algunos gritos, se negara a darme el número de su hermano.

 

Un reclamo, dos gritos. Dos reclamos, tres gritos. Tres reclamos, cinco gritos. Finalmente, el número de teléfono que andaba buscando. Colgué antes de que los gritos y los reclamos se multiplicaran más de lo necesario y le deseé suerte en mi mente al valiente que algún día la desposara. Saqué otro cigarrillo de la cajetilla porque el anterior se había consumido durante la llamada a Laura, tomé una cerveza en el refrigerador y volví al sillón de la sala.

 

“¿Cómo estás, Pablo? Soy Daniel”, le dije en cuanto contestó el teléfono, “hace años que no hablamos”. Pablo trabajaba en una tienda de celulares. Ganaba buen dinero en aquel entonces y oír mi voz después de años le ha de haber hecho suponer que yo era otro oportunista queriéndole sacar algo de provecho. No distaba mucho de la realidad. “Hola, mi Dani” me dijo porque sabía que me enfurecía que me llamara así, “tanto tiempo. Espero que estés bien. A la orden”. Noté en su voz urgencia así que traté de ser objetivo. La razón por la cual lo contacté era para saber si estaba interesado en comprar mi motocicleta. “¿Cómo crees? ¿Por qué la vendes?” dijo en un tono un poco de burla. “Voy de viaje así que necesito el dinero. Además, recordé que siempre te gustó. ¿Qué dices?”, le dije sin rodeos porque yo tenía muchas cosas que hacer.

 

Listo. Después de regatear el precio, quedé en llevársela al día siguiente a su tienda. Una preocupación menos. Era hora de contactar a los demás nombres en la lista para programar ese esperado viaje. Para mi fortuna, no tuve que hacer muchas llamadas. Tres de ellos accedieron de inmediato en cuanto les conté todo mi plan de viaje y el último se animó a ir con la condición de que también fuera su novia porque le había prometido hacer un viaje antes de fin de año. Esta oportunidad le quedaba como anillo al dedo para cumplir con ese compromiso.

 

Tardamos mucho menos tiempo del que yo había considerado en preparar todo para el viaje. Por medio de miembros de mi familia, logré que nos prestaran un departamento semi amueblado. La distancia desde el departamento hasta el Foro Sol (lugar donde sería el concierto) era excesiva pero ese era el menor de los males. Estaba cerca el día en que David Bowie y yo estaríamos dentro del mismo lugar al mismo tiempo. Uno de los que viajaban con nosotros ofreció una camioneta tipo Van con la condición de pagar entre todos la afinación. Hecho. Dos días antes del concierto, iniciamos la aventura.

 

El viaje en carretera transcurrió sin complicaciones que, al menos, pueda yo recordar. Manejé durante la primer parte del trayecto siguiendo las indicaciones de don Julián que me funcionaron a la perfección. Dos acompañantes más condujeron durante las demás etapas. Al transcurso de casi veinte horas en carretera, estábamos listos para llegar al departamento a dormir cómodos unas horas y salir rumbo al Foro Sol. Aún quedaba el asunto de la compra de los boletos para el concierto pero la verdad es que yo confiaba en la astucia de los capitalinos como buenos revendedores.

 

Llegamos al Foro Sol alrededor de las seis de la tarde y para nuestra fortuna, una pareja de revendedores parecieron estar esperándonos. Los precios, obviamente, eran poco más que exagerados pero ni modo de ponernos a analizar nuestras opciones. Estaba por fin a unas cuantas horas de ver al camaleón del rock interpretando las canciones que me acompañaron desde niño; cortesía de los vinilos de mi viejo.

 

Ya dentro del lugar, mis acompañantes me importaron poco. Creo que los perdí en cuanto me checaron el boleto de entrada y me hicieron la revisión de rutina. El recién inaugurado Foro Sol me pareció monumental. “Ya la armé” pensé y traté de acercarme lo más que pude al escenario.

 

Los siguientes recuerdos están mezclados entre canciones (Under Pressure, Fame, Jean Genie, entre muchas otras), saltos, empujones y una que otra pelea entre los asistentes. Canté hasta quedarme sin voz porque sentí ganas de gritar, de reír, de llorar. Todas al mismo tiempo. Quise prestarle la mayor atención posible a la presentación de uno de mis ídolos eternos porque, en mi mente, sabía que no volvería a vivir una experiencia como esa. Y así fue; David Bowie dio su único concierto en México el 23 de octubre de 1997.

 

Y yo estuve ahí.

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