LA TINTA ERRANTE

Luz
Por Germán Campos

 

Le cuentan que se fue la luz. No es ninguna novedad. Para Hiram, la luz se apagó dos meses atrás cuando un auto fantasma lo impactó contra el camión de transporte, después de terminar su turno de la noche en la fábrica. El resultado: la pérdida total de su extremidad inferior derecha y, dolorosamente, la vista. Lo irónico de la situación es que, al momento del accidente, Hiram esperaba sobre la acera antes de cruzar la calle para llegar a casa con su familia.

Hiram tiene veinte años. Ha estado casado con Maricela durante dos de esos veinte y tienen un bebé de apenas días de nacido. Como muchos de sus amigos del barrio, no terminó la secundaría. Comenzó a trabajar con su papá, Manuel, en la carpintería cuando conoció a Maricela; una adolescente de buena familia que asistía a la misma iglesia que la familia de Hiram. Un día, conversaron al término de la misa mientras él esperaba que sus padres se despidieran de sus amistades. Desde entonces, han estado juntos en una relación que eventualmente dio fruto: su hijo Damián nació al año y medio de conocerse.

Cuando Maricela le dijo que tenía un mes y medio de embarazo, Hiram le prometió que nada les faltaría ni a ella ni al futuro bebé. El día que compartió la noticia con sus padres, les pidió que les permitieran vivir a Maricela y a él en la casa de sus difuntos abuelos; los padres de Jimena, su madre. Ellos aceptaron sin pensarlo. Lo que necesites, le dijeron y le dieron su bendición.

Los papás de Maricela eran otro problema. Gilberto y Lorena; dos comerciantes, dueños de una importadora y un restaurante frente al hospital de la ciudad. Ambos padres, orgullosos de su única hija. Una vez que Hiram y Maricela les habían detallado cuál era su intención, actuaron totalmente a la defensiva. En palabras del papá, ellos tenían muchos y mejores planes para ella que lo que Hiram le estaba ofreciendo.

La idea que defendían era que Maricela viviera con ellos durante el embarazo e, incluso, algunos meses después para que se adaptara a la nueva etapa en su vida que estaba por comenzar. Esto no era para nada la intención de Hiram quien se rehusó a no estar con Maricela mientras se convertía en madre de su hijo.

La decisión de haberlos contrariado causó la desaprobación del compromiso por parte de Gilberto y, con un dolor que no había experimentado jamás, cortó cualquier lazo con su hija. Hiram y Maricela no han vuelto a hablar con ninguno de los padres de ella desde entonces.

Una vez instalados en la casa de sus abuelos, Hiram consiguió trabajo en una fábrica de zapatos a las afueras de la ciudad. El sueldo no era mucho mejor que en la carpintería pero le ofrecían buenas prestaciones y seguro médico; una preocupación menos en la lista de pendientes. Mientras tanto, Maricela permanecía en casa el mayor tiempo posible. Intentaba pensar en alguna forma de ayudar con los gastos de la casa pero su condición no le permitía completar ninguna idea.

No pasó mucho tiempo antes de que Hiram subiera de puesto en su empleo por sus propios méritos. Desde su trabajo en la carpintería demostró facilidad para entender el manejo de herramientas y eso le abrió una oportunidad en el Departamento de Mantenimiento en la fábrica. Su supervisor, Pablo, siempre lo motivó a continuar la escuela, lo cual ampliaría sus posibilidades de ascender. Hiram fantaseó con la idea de retomar la secundaría pero, bajo las circunstancias en las que se encontraba, ese plan tendría que esperar.

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Gabriela es una adolescente en preparatoria de padres divorciados, ambos muy ocupados con sus propias vidas como para invertirlo en la menor de sus hijas. Luis y Fátima compartieron un matrimonio promedio durante quince años antes de que él solicitara el divorcio sin dar explicaciones. El acuerdo de divorcio establecía que los fines de semana, Gabriela los pasara con su padre en la ciudad.

En la preparatoria de paga donde Gabriela estudiaba, gozaba de popularidad por formar parte del equipo de porristas. La combinación de su cabellera larga y dorada con sus ojos color miel llamaba la atención de no pocos de sus compañeros de clase. Las calificaciones no eran lo suyo pero las fiestas, sí. Sus amigas sabían que una tarde a su lado significaba pasar un tiempo memorable, aunque la mayoría de las veces terminaran metiéndose en problemas.

Luis era coordinador ejecutivo en una tienda de deportes. Pasaba largos ratos en llamadas telefónicas, reuniones y esporádicos viajes. Desde su divorcio, Luis inició otra relación con Verónica; una ex compañera de la universidad a la que ambos asistieron. El reencuentro se dio seis meses antes de su divorcio con Fátima. Luis y Verónica coincidieron en la inauguración de una sucursal de deportes en la que ambos asistieron como invitados. Desde ese momento, la comunicación fue cada vez más constante.

Fátima se alejó de las relaciones amorosas después de dos o tres intentos fallidos. Logró establecer un salón de belleza y le dedicaba todo su esfuerzo para que su negocio tuviera éxito. No le fue fácil, en un principio, pero con el tiempo afianzó una cantidad considerable de clientes que poco a poco se fue incrementando. En ocasiones, Gabriela pasaba tiempo en el salón. Le gustaba prestar atención a las estilistas mientras hacían su trabajo hasta que ella misma comenzó a atender a algunos clientes. Ella y su mamá chocaban constantemente pero, cuando se trataba de trabajar juntas, se convertían en un equipo eficiente.

Un fin de semana de mayo, Gabriela hizo su maleta habitual y se fue a casa de su padre. Llegó en taxi a las ocho de la noche, después de terminar su último cliente en el salón de belleza. Al entrar a la casa, notó dos maletas en la puerta. Luis estaba en la cocina manoteando y levantando la voz. Gabriela subió a su cuarto sin avisarle que ya había llegado.

Una hora después, Luis subió al cuarto de Gabriela. Le dijo lo que ella había escuchado infinidad de veces; qué cenar, dónde estaban los números de contacto de Luis, a quién acudir en caso de ayuda, no sacar el auto, etcétera. Gabriela continuó leyendo los mensajes en su celular sin siquiera levantar la vista. Escuchó cuando Luis salió de la casa, se asomó por la ventana y decidió llamar a su amiga Lizet. Resultó que había una fiesta esa misma noche en una granja a las afueras de la ciudad. Paso por ti, le dijo a la amiga de los mensajes, tomó las llaves del auto y se dirigió a recogerla.

Después de pasar por Lizet, Gabriela checó las instrucciones en su celular para llegar a la fiesta. Se dio cuenta que tardarían treinta minutos en llegar desde donde estaban ellas y pensó por un momento. Su celular vibró por un mensaje de alguien que ya se encontraba en la fiesta y quien compartió una foto del festejo. Dos minutos más tarde, Gabriela y Lizet ya estaban en camino.

Llegaron al lugar poco después de las diez de la noche. Compañeros de clase, miembros del equipo de porristas; todos en el mismo sitio y con bebida en mano. Tras unos saludos de compromiso, Gabriela y Lizet ya sostenían vasos de cervezas, también. Bailes provocativos, pláticas que parecían gritos de ayuda debido a los niveles de música tan altos, botanas en platos a medio llenar, y más. Todo fluyó durante las siguientes cuatro horas como en cualquier fiesta de fin de semana. Solo que para Gabriela y Lizet, este no sería sólo un fin de semana cualquiera.

Llegó la hora de ir a casa pero Gabriela había bebido tanto que Lizet le pidió las llaves del auto y se ofreció a manejar. Lizet condujo hasta su casa y dejó que Gabriela durmiera en su sofá. Temprano en la mañana siguiente, Gabriela despertó con la preocupación de que su padre se enterara que había salido de fiesta la noche anterior. Con este miedo en mente, se despidió de Lizet con la explicación de que su padre la llamaría temprano para asegurarse de que Gabriela hubiera seguido las instrucciones al pie de la letra; algo que acostumbraba a hacer sin falta antes de las ocho de la mañana. Tomó sus cosas, se subió al auto y por la ventanilla le hizo una seña a Lizet que luego le llamaría.

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Hiram terminó su turno en la fábrica a las seis de la mañana. Subió al autobús de transporte que lo llevaría de nuevo a casa y pensó en quedarse despierto un rato más para que Maricela descansara toda la mañana, después de haber cuidado al bebé la noche entera. El camión se detuvo en la esquina entre las calles Muñoz López y Coordinadora. Hiram descendió y permaneció en la acera, esperando a que el autobús avanzara para poder cruzar la calle. Miró hacia ambos lados y notó que el camino estaba despejado.

Varios metros antes de la misma esquina donde se encontraba Hiram, Gabriela conducía hacia su casa cuando la pantalla de su celular se encendió. El nombre de su papá se mostró durante unos segundos antes de que ella se estirara para tomarlo del asiento del copiloto. En una fracción de segundo, Gabriela perdió el control del volante que sostenía con una sola mano y, al intentar recuperar el curso, sintió un fuerte golpe en la parte izquierda frontal del vehículo. Al ver por el retrovisor, pudo ver la silueta de lo que a la distancia parecía una persona en el suelo, justo enseguida de un camión de transporte. Gabriela no pudo dejar de gritar, de llorar ni de pisar el acelerador hasta que llegó a su casa. Después de casi una hora, ella seguía sosteniendo el volante con ambas manos.

Hiram yacía en el piso, inconsciente y con fracturas múltiples en todo su cuerpo, resultado del casi fatídico impacto. En el hospital, le dijeron a Maricela que, debido al accidente, era inevitable la amputación de la pierna derecha de Hiram para poder controlar una hemorragia que se presentaba internamente. Además, el golpe contra el autobús directamente en la cabeza provocó que perdiera la vista. La única solución; encontrar un donante de corneas.

Dos meses después del accidente, Hiram se encuentra en su recámara en la casa de sus abuelos. Escucha a su mamá y Maricela conversando en la cocina. ¿Algo interesante?, pregunta Hiram en voz alta. No hay luz, escucha que grita Maricela, y que llamáramos al hospital mañana a ver cómo van las noticias de un donante. No hay luz, dice Hiram en voz baja, casi para sí mismo. Se acomoda en su cama y trata de dormir un poco. Quizás para mañana, tanto él como la casa, vuelvan a tener luz.

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