LA TINTA ERRANTE

 

Salvación

Por Germán Campos

 

—Te quieren madrear, ya lo sabe toda la escuela. Mejor, pélate por atrás de las gradas.

Nomás de escuchar esas palabras, te invade un sentimiento de espanto. Te lo dicen de forma tan convincente y lo escuchas cada vez más que poco a poco comienzas a créerlo. Los nervios y el miedo te acompañan a cada clase del día. Si tan sólo te lo hubieran dicho cerca de la hora de salida pero no, te lo dijeron desde la primera hora.

—¿Qué tiene, Robles, no va a trabajar hoy o qué?

Tu mente esta tan revolucionada que no queda espacio en tu memoria para gastarlo en insignificancias como los quebrados. Es mejor idear un plan de escape o de salvación. Claro, sin verte como un rajón.

—Pero, ¿por qué? —piensas y revuelves recuerdos frescos mientras tratas de encontrar una respuesta.

A la hora del receso, te quedas dentro del salón y cierras la puerta. No sabes por qué pero ahí sientes más seguridad. Por la ventana esperas que alguien voltee y te de alguna señal, alguna información, alguna pista, algo; cualquier cosa que calme la ansiedad que provoca la incertidumbre.

—Robles, ¿por qué no estás en el receso? —dice el prefecto López, asomándose por la ventana.

Sin decir una palabra, caminas hacia la puerta del salón y miras a través de los cristales como si esperaras encontrar algo que no sabes exactamente qué es. Das los primeros pasos hacia afuera del salón e inmediatamente te sientes desprotegido. Percibes las miradas de algunos de tus compañeros aunque notas que no son tantos como imaginabas. Es más tu sentimiento de inseguridad que otra cosa.

Decides ir a la cafetería sin tener en mente qué vas a comprar y, aun así, quieres algo que no descifras bien. Te topas con compañeros que buscan tu mirada pero haces hasta lo imposible por no verlos a los ojos. Sabes que tienen tantas preguntas como tú pero no tienes las respuestas. Es inútil comenzar una conversación con gente que sólo te sigue por el chisme.

Al estar a unos pasos de la puerta de la cafetería te topas con Laura, la hermana de Bustillos; esa chica que ha sido tu amor desde siempre. Ves que está junto a su mejor amiga y que ambas cuchichean algo al verte. La mejor amiga tiene una expresión de burla en su rostro pero Laura parece demostrar cierta tristeza y hasta condescendencia. Quieres dejar de mirarla a los ojos pero simplemente no puedes. La jalan del brazo y las dos entran a la cafetería, lo que trunca tu plan de entrar también.

Das la media vuelta, ves tu reloj y decides volver al salón, tan sólo faltan tres minutos para que suene el timbre, si es que no se le olvida presionar el interruptor al prefecto y así postergar el daño de las agujas imaginarias en tu estómago.

Eres el primero en entrar al salón y sabes que para entonces ya todos saben la noticia. Las expresiones en sus rostros demuestran cómo la disfrutan. Algunos otros no están seguros si deben acercarse a ti, como si hablar contigo los hiciera cómplices de algo mucho peor y automáticamente se hicieran acreedores a una madriza también.

Tomas tu asiento, abres el primer libro que tocan las yemas de tus dedos, algo que jamás haces bajo ninguna circunstancia sin que el profe lo ordene y te enfocas en leer la primera página que aparece entre tus manos. No entiendes ni madre, claro, pues el libro de física en la clase de español. Alguien toca tu hombro, reaccionas alterado, volteas y te das cuenta que el chico de atrás te esta pasando tres hojas perfectamente grapadas de una esquina.

Olvidaste por completo que hoy tendrías examen. Traspapelaste el asunto al pensar tanto en los moretones y chingazos de los que no te podrás salvar a la hora de la salida. Ni modo, a darle.

Terminas el examen como puedes, una respuesta aquí, otra allá, dos más hasta allá. Como puedes, logras contestar el examen sin voltear a ningún lado para pedir ayuda. Sabes que tus amigos no están interesados en pasarte las respuestas; sólo quieren saber el chisme de tu golpiza, por qué. Son las mismas preguntas que te haces constantemente antes de que finalmente entregues el examen que seguro tronarás.

Pasas las siguientes dos clases comportándote como un fantasma. Inevitablemente, notas que tus compañeros intercambian comentarios en voz baja. Decides ignorarlos pues sientes que debes enfocarte en ese evento que te puede cambiar la vida; la hora de la salida. Esa hora que ha causado en ti más miedo que una visita de rutina al dentista.

Miras tu reloj una vez más. Faltan solo tres minutos para que te alcance lo inevitable. Escuchas ese sonido ensordecedor de chicharra que para ti siempre ha significado libertad pero ahora suena más como la campana que da inicio a una pelea de box.

Ni siquiera intentas engañarte a ti mismo y no olvidas que esta pelea habrá terminado mucho antes de haber comenzado. Ya te sabes perdedor. No tienes oportunidad alguna contra tu contrincante. De cualquier forma, lo que te interesa ahora es saber dónde compraste el boleto ganador de la paliza.

Llenas tu mochila con las cosas de la escuela, la pones sobre tu espalda, metes las manos a las bolsas del pantalón y sales con paso firme para disimular el miedo que recorre cada uno de tus músculos adolescentes y que parecen salirse disparados de tu cuerpo, a través de tu cabello.

Ves cómo todos se dirigen a la salida y te calmas a ti mismo pensando que quizá todo fue una broma o un pésimo malentendido. No habría ninguna golpiza teniéndote a ti como destinatario. Decides mantener tu rutina y caminas hacia la cafetería. Sin importar las circunstancias, no puede faltar tu soda en bolsa y tus papitas mitad aire mitad frituras.

Pasas junto a los baños y escuchas que mencionan tu nombre desde adentro. Le prestas atención sin voltear la mirada y sigues tu camino. Escuchas los pasos apresurados detrás de ti que rápidamente te alcanzan y haces lo posible por no comenzar a correr aunque sea lo que más quieres hacer en ese momento.

Una mano fuerte te toma del hombro derecho, te fuerza a voltear violentamente y, en ese instante, sientes en la quijada el peor dolor que hayas sentido en tu vida, al menos hasta ese momento. Por alguna razón, te acuerdas de la última vez que fuiste al dentista y cómo le recordaste a su madre por haberte causado ese dolor tan inhumano.

Caes con tu rodilla izquierda sobre el cemento, pones ambas manos sobre el piso y notas cómo las gotas de sangre se resbalan desde tu barbilla. Tienes miedo de levantarte y enfrentarte de nuevo a ese mismo dolor que no quieres volver a soportar. De pronto, dos manos te levantan de las axilas y te jalan hasta la parte de atrás de las gradas. Reconoces el rostro de Humberto, hermano de Laura y a quien siempre le caíste bien.

—No digas nada pend$%&. Ya, ya, tranquilos todos, ya no hay nada que ver, cabrones. Lárguense pero ya -dice Humberto a los mirones que corrieron detrás de ustedes para saber la continuación de la historia.

—Te acabo de salvar de una madriza que te quería poner Olivas. Dice que porque eres amigo de mi hermana pero que te gustaría ser más que eso. Yo lo convencí de que me dejara a mí madrearte porque Laura es mi hermana. Te salvé de una chingota y ni las gracias me has dado. Me debes una coca por lo menos.

Aun con el dolor recorriendo tu rostro y la sangre sobre la playera del uniforme de la escuela, sólo atinas a decir:

—Pues gracias y a la otra avísame que me piensas salvar para buscar a alguien que me salve de ti.

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