LA TINTA ERRANTE

 

El día de mis vergüenzas

Por Germán Campos

 

El camión que me llevaba a la Secundaria era de las siete de la mañana, aunque por supuesto jamás llegaba a tiempo. Desde mi casa a la parada del camión era una caminata de entre cinco y diez minutos, dependiendo del entusiasmo que me acompañara esa mañana. Aquel día era uno de los treinta y uno que tiene el mes de enero. Vestía una chamarra dos tallas más grande que la mía, regalo de mis padrinos en su visita por las festividades navideñas, la cual me daba poca movilidad en los brazos. Con algunos malabares, lograba balancear en la mano derecha una maqueta producto del trabajo de la noche anterior entre mi papá y yo, y en la mano izquierda cargaba mi credencial de la escuela junto con los cuatro pesos para pagar el transporte; eso era, claro, si el chofer andaba de buenas y me aceptaba el descuento de estudiante.

 

Llegué a la parada del camión poco antes de las siete. Sentía el brazo derecho adormecido. Quise mover la maqueta al otro brazo pero no lo logré. Me recargué en la pared y al fin pude descansar el brazo un poco. Pude ver que varias personas hablaban con voz molesta refiriéndose al camión que acababa de pasar sin detenerse. Por la banqueta, un niño en bicicleta de unos 10 años de edad anunciaba las noticias estelares en el periódico del día. Minuto a minuto, se aglomeraba una cantidad cada vez mayor de gente, lo que no ayudaba en nada a mi ansiedad de tanto pensar en cómo subirme al camión sin partir la maqueta en dos o más partes.

 

El camión dio vuelta en la esquina donde antes era un taller mecánico y un negocio donde compraban fierro viejo y botes de aluminio. Eso accionó la ansiedad de los ya desesperados pasajeros. Cuando el camión se detuvo, un chico con apariencia de malviviente me gritó para que me subiera al transporte por la puerta trasera. Subí la pierna derecha al primer escalón, con la mano izquierda le di el dinero al aparente malviviente y al subir los escalones restantes, estiré el brazo derecho hacia arriba lo más que pude para no golpear con la maqueta a los pasajeros que estaban de pie.

 

Tomé el pasamanos con la mano que tenía libre; esa mano que jamás parecía tener la fuerza necesaria para mantenerme firme durante el transcurso del viaje. A pesar de mis intentos, hubo pasajeros que no se salvaron de un coscorrón con alguna de las esquinas de mi maqueta. Las miradas de los afectados compartían molestia pero, entre tanta gente, poco o nada podían hacer. Sólo me quedaba esquivar sus ojos saturados de impotencia.

 

Veinticinco minutos después, el camión llegó a mi destino. Los pasajeros que viajaban a mi alrededor agacharon sus cabezas para evitar ser víctimas de otro golpe sin malicia. Al pasar junto al maleante, me dijo que al subir olvidé mostrarle mi credencial. Con ambos pies fuera del camión, no tenía caso volver a sacarla del bolsillo.

 

Aun debía caminar un par de cuadras para llegar a la escuela. El adormecimiento que sentía en mi brazo derecho hacía parecer como si ya no estuviera pegado a mi cuerpo. El frío lograba llegarme hasta los huesos a través de la prendas de ropa. Entré a la escuela por el estacionamiento de los profesores y subí al segundo piso del edificio “E”. Mi salón era el primero de una fila de seis. Después de entrar, puse mi maqueta sobre el escritorio del maestro. Miré alrededor y me pareció extraño no ver ninguna otra maqueta. Salí del salón y busqué a mis amigos en la explanada.

 

Ese día, todos los estudiantes podían ir sin mochila pues el director, junto con la sociedad de padres, daría inicio a la Semana Cultural; cinco días en los que los alumnos con escaso o nada de talento podrían disfrutar de sus minutos de fama frente a un público apático y sediento de ridiculeces. Cantantes de fiestas familiares, bailables con canciones del momento, exposiciones de dibujos aclamados por los profesores de arte y un largo etcétera. Para los que no participaríamos en dichas actividades, era una semana de vacaciones.

 

Por ese entonces, yo había mostrado interés en aprender a tocar la guitarra y el profesor de música hizo su mejor esfuerzo para convencerme de participar en el concurso de canto. Me negué, diplomáticamente, y el profesor aparentemente olvidó el asunto.

 

Mientras el bailable de los alumnos de Primero C se desplegaba en la explanada, me topé con algunos compañeros de clase y me informaron que la entrega de la maqueta era hasta el próximo lunes.

 

Se programó el concurso de canto para las diez de la mañana, después del bailable. Buscaron a los participantes, dos, que se inscribieron para interpretar sus temas musicales pero ninguno apareció. Ambos decidieron, a último minuto, echársela de pinta ese día. El profesor de canto buscó exasperadamente entre los alumnos de los demás grupos a alguien que tomara sus lugares y no quedar mal ante la mesa directiva y el mismísimo director de la escuela.

 

A través del sonido precariamente instalado en la explanada sonaron tres veces dos palabras bastante conocidas para mí: Sergio Romero. De pronto, todos conocieron mi nombre y, al instante, sentí doscientos pares de ojos observándome. Aunque hubiera querido esconderme, no habría lugar en la escuela para hacerlo. La voz que salió de los altavoces me pedía presentarme inmediatamente con mi profesor de música. Dos minutos más tarde, me encontraba en su oficina sentado en una silla frente a su escritorio y escuchando cómo me pedía de favor ayudarle a don José, el profesor de canto.

 

Ese favor me demandaba cantar y tocar la guitarra como único participante en el concurso de canto. Al no haber más contendientes dispuestos a perder la vergüenza frente a los asistentes, yo sería el indiscutible acreedor de un diploma de primer lugar y dos casetes del grupo El Manantial, donde tocaban ambos profesores en bodas y bautizos.

 

Después de minutos en los que primero pidieron mi ayuda y después insistieron en que no había muchas opciones, descolgué la guitarra de un clavo en la pared, tomé la silla de la oficina en la que estaba sentado y me dirigí a la explanada. Puse la silla en medio del templete, mientras ambos profesores acomodaban los micrófonos frente a mí. Seguido de una modesta presentación, interpreté la primera canción que circuló por mi mente y que más o menos tenía ensayada para tales circunstancias: Father and Son de Cat Stevens.

 

Terminé mi interpretación poco después de la mitad de la canción, miré a mis profesores que estaban junto al templete y comenzaron una mini ovación de aplausos esporádicos que pocos de los asistentes siguieron. Me levanté de la silla, apagué los micrófonos, le entregué la guitarra a mi profesor de música y decidí terminar mi día de las vergüenzas con paso tranquilo fuera de la escuela.

 

Ahora que lo pienso, doy gracias que en aquel tiempo no existía el hambre pop de grabar todo a todas horas con los celulares en busca de algo qué publicar y ridiculizar en internet.

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