La cifra

Cinturón de castidad con llave de combinación
Por Arelí Chavira y Jesús Chávez Marín

Tenía como diez años, mi madre trajo un libro que causó un gran alboroto a toda la familia: Eva en camisón, de Marco Antonio Almazán, un autor que usaba humor negro y ácido para criticar todo, y allí analizaba en forma divertida sus relaciones con las mujeres.

Movida por la curiosidad, lo abrí donde mi mamá había dejado el separador. El capítulo, según recuerdo, imposible olvidarlo por el lío que causé, se llamaba “El cinturón de castidad”; contaba sobre las medidas que tomaban los caballeros medievales para evitar que sus mujeres les pintaran tremendos cuernos cuando tenían que partir a Las Cruzadas: el gallardo y valiente hidalgo se rompía la cara contra los moros con la confianza de que el artefacto de hierro sellado a cal y canto guardaría el tesoro más preciado de su sacrosanta señora. Pero no contaban con que, entre la trifulca de la guerra y las peripecias del viaje, el valeroso caballero había de extraviar la llave que abría las puertas del ansiado paraíso.

En el momento en que, frente a su mujer, desesperado, se esforzaba por encontrar una solución al enigma mecánico colocado por él mismo, ella, tal cual era su deber de esposa, le ayudó a resolver el tremendo problema con un simple enunciado: “Mi señor, hay un soldado que vigila el muro oeste que puede abrirlo en menos que canta el gallo…”.

No hube terminado de leer, cuando corrí a la sala en busca de mi mamá, porque al igual que la esposa del apuesto caballero andante, yo también tenía la solución para ayudar al vecino que, según decían por ahí, ya sabes, esos secretos a voces, tenía problemas en su matrimonio.

-Mamá, ya sé cómo le tiene que hacer Servando con Imelda cuando se vaya a sus viajes de negocios: que le ponga un cinturón de castidad como este del libro, pero que la llave sea de combinación para que el otro no lo pueda abrir -entré gritando sin percatarme de que el ofendido en cuestión y su mancornadora mujer estaban de visita-.

Mi mamá no hallaba dónde meterse para no empeorar la situación, solo atinó a decirme con voz enérgica:

-Alba, dame ese libro, discúlpate con la visita y vete a tu cuarto, ya hablaremos tú yo más tarde.

-Con el cuento de que eres maestra y piensas distinto a los demás, le has dado demasiada libertad a tu hija, mira nada más lo que le permites leer; no muestra el menor respeto por las personas mayores. Alba, eres una niña muy mala. No volveremos a poner un pie en esta casa. Vámonos, Servando -dijo ofendidísima la mujer.

Yo me quedé petrificada en medio de la sala, con la cara encendida y los ojos llenitos de agua, viendo al suelo.

-Mamá, no fue mi intención, no sabía que estaban aquí, yo solo quería ayudar, no vuelvo a leer nada, ni a decir nada, te lo prometo, yo no soy una niña mala…

-Alba, hija, tú eres una niña hermosa y de buenos sentimientos, y por supuesto que leerás libros que juntas platicaremos. Sigue siendo tan auténtica como eres, no tienes la culpa del comportamiento de los demás, pero si del tuyo, así que revisa tus acciones. Ten más cuidado con lo que dices y procura no ofender a nadie, pero, eso sí, defiende siempre tu dignidad.

Sí, lo sé, mi mamá es la onda; doy gracias por eso.

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