La cifra

Enriqueta lo dudaba, pero ya no
Por Karly S. Aguirre y Jesús Chávez Marín.

Enriqueta Meraz llegó muy apurada a la oscura oficina de los Servicios Educativos del Estado de Chihuahua, donde se registra la propiedad intelectual de todo tipo de escritos y objetos que los autores producen. Podía pasarse allí toda la mañana, hasta que le otorgaban el número donde legitimaba que eran de su pertenencia los poemas que había escrito durante el mes de marzo de 2022, oh sí, cada uno de sus libros se llamaban como el mes en curso en que los había escrito: Enero 1971, Diciembre 2005, y así.
En realidad sus libros todavía no eran libros propiamente dichos, sino hojas apiladas en voluminosos cartapacios, pero estaba convencida de que primero había que registrarlos para que a nadie se le fuera a ocurrir robárselos y sacarlos en alguna revista, o en algún libro ajeno, con otro nombre que no fuera el suyo.
A nadie le mostraba las obras, con el mismo temor de que no le fueran a robar sus bonitas metáforas y sus profundas reflexiones. Las redes, ni pensarlo: jamás compartía su contenido literario en Internet. Con el tiempo también dejó de hablar con amigos, pues temía que le robaran las conversaciones, las anécdotas que antes platicaba. Ese nuevo terror la agobió una tarde cuando salió con su amigo dramaturgo Víctor, quien escuchaba con atención las desgracias que Enriqueta le contaba.
―Disculpa que te aburra con mis problemas ―le dijo una vez en el café.
―No te preocupes. A mí me gusta que me platiquen de todo, así me inspiro para mis obras.
A Enriqueta se le prendió un foco rojo: se le ocurrió que Víctor usaría las anécdotas que acababa de contarle como tramas para sus obras, pero esas historias le pertenecían a ella. Si no escribía ella misma de sus desgracias ¿entonces qué caso tenía haberlas padecido? ¿Cómo podría decir que valió la pena vivir?
Salvaguardar su contenido intelectual le estaba pasando una factura muy alta: la soledad. Pronto fue quedándose sin nuevas historias, pues se había convertido en una ermitaña y no tenía conversaciones ni vivencias que estimularan su creatividad. Entonces pensó que sería buena idea hablar en inglés con amistades nuevas en línea, a través Skype.
Halló por Internet un sinfín de degenerados sexuales, gente que le quería vender medicinas y complementos nutricionales, ancianos urgidos de dejarle fabulosas herencias para que no se las quedara la banca global, y otros personajes virtuales tan chiflados como los anteriores. Pero también halló a Fyodor, quien, a pesar de su pesimismo crónico, hubiera podido a ser el amor de su vida.
Fyodor Kuznetsov era un abogado ruso retirado que decidió vivir su vida de jubilado en Los Cabos. Desde el principio fue un hombre muy directo en cuanto a sus intenciones con Enriqueta, pues los rusos no se andan con rodeos y siempre dicen descaradamente lo que quieren. Enriqueta se sintió tentada a darle el sí de inmediato cuando él le propuso que se fuera a vivir con él a Los Cabos, pero su paranoia le incapacitó los sentidos como ya había sucedido otras veces; imaginaba que quizá Fyodor podría ser un traficante de blancas y que todo podría tratarse de una farsa para aprovecharse de ella, o, peor aún, que quisiera robarse sus obras, traducirlas al ruso y publicarlas con su nombre.
Pero ese contacto, después de todo, resultó afortunado porque por fin decidió hacerle caso a los requiebros del carpintero que le hizo los closets de su recién comprada casa del Infonavit, un hombre sin vicios, con trabajo honrado que le dejaba buen dinero pero, sobre todo, que para nada tenía intenciones de robarle ni medio cuento que ella hubiera escrito para publicarlo a su nombre, pues a él la literatura le importaba un comino y solo la quería a ella, y la quería tanto que a los tres meses le propuso matrimonio con todas las de la ley.

 

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