La cifra

El dictamen que no

Por Karly S. Aguirre y Jesús Chávez Marín
Un correo de Cristóbal Lombardi llegó a la bandeja de entrada de Adela Luján, editora de un periódico de Chihuahua. Adela estaba harta de él, quien siempre se catalogaba a sí mismo como una molestia: Buenos días. Disculpe la molestia. Me preguntaba si esta semana será posible que publiquen mi cuento.
Adela le daba largas. No hallaba cómo enfrentar al escritor y decirle que su trabajo era una porquería. Los textos no tenían valor literario, ni coherencia, ni secuencia; recurría a las descripciones más gastadas: Ojos brillantes, piel de porcelana, linda sonrisa, casa en la loma, frijolitos graneados, tortillas calientes, café de olla. No ofrecía algo nuevo al lector. Ella cometía entonces el error de consecuentarlo, le respondía con vagas esperanzas: Buenos días, maestro Lombardi. Me gustó su texto y lo mandé a dictamen editorial. Pronto le tendré noticias.
Para lavarse las manos como si fuera Lady Pilatos, le mandó el archivo al jefe de información, para pedirle su opinión: Mardoqueo, a ver qué te parece este cuento, me lo mandaron hace como dos meses para el Magazine del domingo y quiero darle una respuesta al autor, una que parezca oficial. Disculpa la molestia.
Mardoqueo sabía que Adela era una mujer de gustos muy reducidos en cuanto a literatura y que la mayoría del tiempo ni siquiera leía los textos que los escritores locales enviaban. Así que, como respuesta oficial, escribió un comunicado aprobatorio. Licenciada Luján: por favor comuníquele al señor Lombardi que para la edición de este domingo su texto saldrá en la sección que nos ha solicitado.
Esa no se la esperaba.
Al terminar sus trabajos habituales, se dispuso a pulir las diez horrorosas cuartillas de Cristóbal Lombardi. Luego de batallar hora y media desbrozando la pésima prosa del texto, procurarle alguna coherencia al galimatías de la trama, aburrirse quitando y poniendo comas, limpiando la pésima ortografía, eliminando los espacios y los llamados errores de dedo, por fin se dio por satisfecha. Aún con todo eso, el cuento no era publicable, pero no había de otra, Mardoqueo le había dado el visto bueno y no había nada que hacer.
El suplemento tenía ocho páginas, mandó el cuento a la seis, donde hiciera menos daño, y no le dio llamada en portada ni le puso ningún tipo de imagen. Lombardi había pasado mes y medio soñando verse en la portada, con un retrato suyo a colores y grande adornando su grandioso cuento, pues, a pesar del lenguaje humilde de sus misivas, tenía de sí mismo un concepto muy alto como escritor y hasta como galán, aunque otoñal. Como le habían avisado que el domingo se publicaría su obra, desde temprano llegó al Oxxo a comprar el periódico. Ansioso buscó el suplemento y furioso vio su cuento en el modesto espacio que le fue asignado: Eso no es justo, pensó.
Llegó a su casa muy triste. A pesar de lo enojado que andaba, se puso a leer detenidamente su cuento y vio que estaba muy cambiado. No quería reconocer que había mejorado en algo, pero sí fue contundente su ira al irse dando cuenta que, según él, había empeorado en mucho: eso no era su cuento, el suyo. Una escritura ajena se había calcado sobre sus brillantes letras hasta hacer una historia distinta, ajena, y por supuesto inferior a la suya, a la original. Como vulgarmente se dice, montó en cólera. Ya quería irse ahorita mismo al edificio del periódico para gritarles sus verdades a los responsables de abuso tan descomunal, pero sabía que en domingo no asiste el personal, solo el reportero de guardia y un viejo fotógrafo que allí vive, dicen.
Así que decidió esperar hasta el lunes para encarar a Luján. Su ira disminuyó en el transcurso de la tarde del domingo, cuando sus amigos y familiares lo llamaron y le escribieron para elogiar el texto. Entre las frases de felicitaciones, las más destacadas fueron: Qué bárbaro, has mejorado mucho como escritor. Con este texto te volaste la barda, nada que ver con lo que sacas regularmente. Se nota que has dedicado mucho tiempo en pulir tu trabajo. Con suerte pronto estarás a la altura de Carlos Fuentes.
A Lombardi no le quedó de otra más que fingir que el texto en su totalidad era de su autoría y pararse el cuello frente a sus escasos admiradores.

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